/ miércoles 27 de abril de 2022

¿Morena quiere una guerra civil?

Aunque no creo que haga falta, aclaro que no soy abogado ni menos constitucionalista, pero como cualquier ciudadano medianamente informado, leo nuestra Constitución y creo entender algunos de los derechos y garantías fundamentales que la Ley de Leyes tutela como indispensables para la paz y la convivencia civilizada de todas y todos los mexicanos.

Sé, por eso, que lecciones de nuestra historia como el asesinato del senador Belisario Domínguez, a quien el dictador Victoriano Huerta ordenó cortarle previamente la lengua antes de sacrificarlo, inspiraron garantías como la inmunidad personal, el derecho a manifestar de modo libérrimo sus opiniones y a proceder en consecuencia, sin ser reconvenidos ni perseguidos por ello, los miembros del H. Congreso de la Unión. Se trata de que los parlamentarios puedan ejercer, sin miedo a represalias de ninguna clase, las responsabilidades inherentes a la honrosa representación que el voto popular les confirió precisamente para eso.

De ello se sigue que quien viole o limite esos derechos y garantías de los diputados, viola por ello la Constitución y comete un delito grave que debe ser sancionado sin falta. Naturalmente que la inmunidad parlamentaria no equivale a impunidad ni puede servir como patente de corso para cometer delitos, ya del orden común o ya del orden federal. La propia ley establece el procedimiento para castigar el abuso de la inmunidad parlamentaria: juicio político con vistas al desafuero del infractor para ponerlo a disposición de la autoridad judicial, única facultada para decidir si el acusado es culpable o inocente.

Como es del dominio público, la Cámara de Diputados acaba de discutir y rechazar el proyecto de reforma a la industria eléctrica del presidente López Obrador. Dicho proyecto, en esencia, proponía otorgar a la Comisión Federal de Electricidad (CFE) el monopolio de la producción, conducción y entrega del fluido eléctrico a los consumidores, en detrimento de los inversionistas privados del sector. No es mi propósito discutir aquí el contenido del proyecto ni pronunciarme sobre el mismo, porque entiendo que se trata de una cuestión compleja y trascendente que no debe abordarse a la ligera. Solo quiero, por ahora, subrayar el hecho de que, desde que fue dado a la publicidad, una abrumadora mayoría de especialistas y expertos en el tema eléctrico se pronunciaron en contra, exponiendo razones, cifras y argumentos que no pueden ignorarse ni refutarse solo con argumentos político-ideológicos, ya que lo que está en juego es la viabilidad económica del país.

Por iniciativa del PRI, se abrió un periodo de análisis basado en foros abiertos donde, al menos en teoría, podía participar todo el que tuviera algo que decir al respecto y quisiera hacerlo público. Desde el primer día quedó claro, según mi información, que de tales foros no saldría nada, porque jamás pudieron los participantes ponerse de acuerdo en algo, coincidir en algún punto que sirviera de base, de punto de partida para desarrollar una argumentación coherente en favor o en contra del proyecto. Eran “tecnócratas neoliberales”, según los “morenos”, contra “revolucionarios” de la 4T según ellos mismos, cuyas ideas y propósitos no tienen nada que ver entre sí. Los “tecnócratas” hablaban de mejorar el funcionamiento del modelo económico vigente; los “morenos” de eliminarlo totalmente por nocivo para el “pueblo” y poner en su lugar algo mejor, aunque nunca precisaron en qué consiste ese “algo mejor”. El hecho es que opositores y defensores del proyecto no se escuchaban entre sí; cada quien hablaba para los suyos sin prestar atención a los argumentos del contrario. Aquello era un diálogo de sordos del que, como ya dije, no podía salir, y no salió absolutamente nada útil.

Llegada la hora de las negociaciones, los partidos políticos de oposición propusieron algunas modificaciones importantes a cambio de su voto, pero los “morenos” se negaron alegando que castraban el proyecto y lo volvían inútil. La verdad es que tenían órdenes del presidente de no permitir que se le cambiara ni una coma, lo cual hizo imposible el acuerdo. Y sin cambiarle una coma, en efecto, el proyecto llegó al pleno de la Cámara de Diputados para su discusión y aprobación en su caso. Tal como estaba ya claramente advertido, la oposición se mantuvo firmemente unida esta vez y votó en contra, logrando así el rechazo de la reforma. Se trató de una derrota anunciada: los “morenos” sabían que sin la oposición no lograrían la mayoría calificada (dos tercios de los votos de los diputados presentes en la sesión) que se necesitaba, por tratarse de una reforma constitucional. Tenían que haber negociado por fuerza, pero el autoritarismo y la prepotencia del presidente se los impidió. En consecuencia, es el presidente, y nadie más, el responsable de la derrota.

Y sin embargo, los morenistas han optado por culpar a la oposición como si los hubiera engañado y traicionado arteramente; como si lo ocurrido en la Cámara hubiera sido una sorpresa total para ellos. Sin pensarlo mucho (o más bien nada) la han acusado, nada más y nada menos, que de “traición a la patria”, y han iniciado una campaña de hostilidad y odio en su contra, entre sus seguidores y el público que solo se informa en las “mañaneras” del Presidente, campaña que pone en riesgo la integridad física y moral de los diputados de la oposición y sus familias. Se han volcado, además, a repartir por todo el territorio nacional, y a través de las redes sociales, carteles con la fotografía de los “traidores” claramente copiados de los del viejo oeste norteamericano para capturar a delincuentes fugitivos. Solo falta el pie de foto con la famosa leyenda: “dead or alive”.

Quizá para algunos la cosa resulte chusca (algo tiene de ridícula), pero la verdad es que se trata de algo amenazador para la paz social. La traición a la patria es un delito grave que la ley castiga severamente, incluido el presidente de la República. Por tanto, si el presidente de Morena, Mario Delgado, y su secretaria general, Citlalli Hernández, tienen pruebas fehacientes de que la oposición es culpable de tal crimen, están obligados a denunciarla ante la autoridad competente e iniciar de inmediato su proceso de desafuero. De no hacerlo así, o bien se demostrará que son simples e irresponsables injuriadores profesionales, o bien se harán cómplices del delito por encubrimiento.

Pero este ataque al 50% de los integrantes de la Cámara de Diputados, libremente electos por la voluntad popular para que representen sus intereses en esa instancia, va más allá de lo puramente legal. Es un salto de calidad en la política de confrontación y de exacerbación de los odios por diferencia de opinión entre los mexicanos, atizada desde sus “mañaneras” por el presidente López Obrador. Esta campaña, como sabemos, no se limita al discurso agresivo e injurioso, sino que, casi siempre al ataque verbal, le siguen sanciones, bloqueos institucionales a todos los niveles e instrucciones para negar o suprimir derechos y beneficios sociales a las personas y agrupaciones previamente heridas e infamadas verbalmente, aunque se ponga en riesgo su vida misma.

A continuación, algunos ejemplos de lo dicho. Supresión del Seguro Popular, las guarderías para hijos de trabajadoras y los comedores comunitarios; eliminación del FONDEN y de los fideicomisos para proyectos transexenales de varias instituciones; los recortes salariales de la burocracia que ganaba más que el presidente; la ley de extinción de dominio; la ley que equipara el fraude fiscal con el crimen organizado; el absurdo e inconstitucional aumento de los delitos que ameritan prisión preventiva; la escasez de fármacos por cambios apresurados en los métodos de adquisición anteriores; la falta de insumos y de equipo de protección adecuado para el personal de salud ante la Covid-19; la negativa a adquirir y aplicar pruebas para detectar los contagios, que ha provocado ya 350 mil muertes; padres y madres de niños con cáncer acusados de conspiradores; movimiento feminista; movimiento de protesta de quienes se quedaron sin medicinas en el IMSS; movimiento de los ambientalistas contra daños ecológicos del Tren Maya; los desplazados de sus ejidos y comunidades por la violencia del crimen organizado; los médicos despedidos que fueron contratados por la emergencia de la Covid-19; los periodistas acusados y satanizados por el presidente; los investigadores acusados y perseguidos por “corrupción”; los estudiantes que defienden la democracia y la autonomía de sus instituciones, etc., etc.

Y ahora van contra los diputados (que, por cierto, no me explico qué esperan para plantear su defensa colectiva y no individual). Los diputados de oposición (al menos con el mismo grado de autenticidad que los de Morena, aunque Mario Delgado haga mofa de ellos) representan una parte muy significativa (si no es que mayoritaria ya) del pueblo mexicano. Acallarlos con acusaciones infamantes, con amenazas de cárcel o de linchamiento por los “chairos”, es acallar y amenazar al pueblo representado por ellos. Mario Delgado les lanza la ironía de que, si representan al pueblo, por qué temen que éste conozca el sentido de su voto. Por lo visto, no se ha puesto a pensar que si alguien azuzara a sus incondicionales en contra de él, se vería en muy serios aprietos si, por mala suerte, alguna vez los tuviera en frente o se encontrara de pronto en medio de ellos. ¿Querría decir eso que su representación es espuria?

La guerra contra la oposición es contra el pueblo y niega su derecho a elegir libremente a sus representantes; el derecho a disentir de toda o de parte de la política del gobierno y a oponerse a las medidas derivadas dictadas por él. Con esto, lo están reduciendo a la desesperación y a la impotencia frente al poderoso aparato del Estado, frente al Leviatán del Estado que casi nunca está al servicio de sus intereses. Y cuando esto ocurre, cuando los pueblos encuentran cerradas todas las puertas y todos los caminos legales y pacíficos para resolver sus necesidades y, por añadidura, se desconoce su derecho a la representación, la sociedad se halla, si no al borde de la guerra civil, sí en el camino que conduce a ella. ¿Es eso lo que busca Morena?

Más de una vez, aunque de manera elíptica, el presidente ha dicho que no encabeza un simple cambio de régimen sino una revolución; que su gobierno es el gobierno del pueblo y que es éste el que manda en el país. Pretende justificar así el autoritarismo represivo de su gobierno llamándolo “dictadura revolucionaria del pueblo”, algo así como la dictadura del proletariado que Marx expuso a raíz del fracaso de la Comuna de París. En esta idea se enmarcan las amenazas a los diputados: es una acción legítima que busca someter a los “enemigos del pueblo” en nombre del pueblo y para bien del pueblo.

Pero si tratamos al marxismo como lo que es, como una ciencia, según dijo Engels, resulta que no hay revolución “popular”, porque el pueblo no es una clase, sino una amalgama heterogénea de clases que se identifican por ser todas asalariadas, aunque con distintos niveles de ingresos. El pueblo homogéneo, sin divisiones de clase en su interior, es resultado y no condición previa de la verdadera revolución proletaria. Y en la 4T, por mucho que se diga y se repita, yo no miro ni obreros ni “pueblo” al frente del Estado, sino a un iluminado (Muñoz Ledo dixit) al que sus discípulos y seguidores creen (o fingen creer) a pies juntillas, y obedecen sus órdenes como autómatas carentes de voluntad, por convicción o por conveniencia. Esto no es dictadura popular ni proletaria, sino una dictadura personal, una autocracia que insiste en llevar a México a donde su “sabiduría” y su voluntad infalibles le sugieren. Si seguimos por este camino, el riesgo de una guerra civil se hará cada vez más patente y amenazante. Ojalá nos detengamos a tiempo.





Aunque no creo que haga falta, aclaro que no soy abogado ni menos constitucionalista, pero como cualquier ciudadano medianamente informado, leo nuestra Constitución y creo entender algunos de los derechos y garantías fundamentales que la Ley de Leyes tutela como indispensables para la paz y la convivencia civilizada de todas y todos los mexicanos.

Sé, por eso, que lecciones de nuestra historia como el asesinato del senador Belisario Domínguez, a quien el dictador Victoriano Huerta ordenó cortarle previamente la lengua antes de sacrificarlo, inspiraron garantías como la inmunidad personal, el derecho a manifestar de modo libérrimo sus opiniones y a proceder en consecuencia, sin ser reconvenidos ni perseguidos por ello, los miembros del H. Congreso de la Unión. Se trata de que los parlamentarios puedan ejercer, sin miedo a represalias de ninguna clase, las responsabilidades inherentes a la honrosa representación que el voto popular les confirió precisamente para eso.

De ello se sigue que quien viole o limite esos derechos y garantías de los diputados, viola por ello la Constitución y comete un delito grave que debe ser sancionado sin falta. Naturalmente que la inmunidad parlamentaria no equivale a impunidad ni puede servir como patente de corso para cometer delitos, ya del orden común o ya del orden federal. La propia ley establece el procedimiento para castigar el abuso de la inmunidad parlamentaria: juicio político con vistas al desafuero del infractor para ponerlo a disposición de la autoridad judicial, única facultada para decidir si el acusado es culpable o inocente.

Como es del dominio público, la Cámara de Diputados acaba de discutir y rechazar el proyecto de reforma a la industria eléctrica del presidente López Obrador. Dicho proyecto, en esencia, proponía otorgar a la Comisión Federal de Electricidad (CFE) el monopolio de la producción, conducción y entrega del fluido eléctrico a los consumidores, en detrimento de los inversionistas privados del sector. No es mi propósito discutir aquí el contenido del proyecto ni pronunciarme sobre el mismo, porque entiendo que se trata de una cuestión compleja y trascendente que no debe abordarse a la ligera. Solo quiero, por ahora, subrayar el hecho de que, desde que fue dado a la publicidad, una abrumadora mayoría de especialistas y expertos en el tema eléctrico se pronunciaron en contra, exponiendo razones, cifras y argumentos que no pueden ignorarse ni refutarse solo con argumentos político-ideológicos, ya que lo que está en juego es la viabilidad económica del país.

Por iniciativa del PRI, se abrió un periodo de análisis basado en foros abiertos donde, al menos en teoría, podía participar todo el que tuviera algo que decir al respecto y quisiera hacerlo público. Desde el primer día quedó claro, según mi información, que de tales foros no saldría nada, porque jamás pudieron los participantes ponerse de acuerdo en algo, coincidir en algún punto que sirviera de base, de punto de partida para desarrollar una argumentación coherente en favor o en contra del proyecto. Eran “tecnócratas neoliberales”, según los “morenos”, contra “revolucionarios” de la 4T según ellos mismos, cuyas ideas y propósitos no tienen nada que ver entre sí. Los “tecnócratas” hablaban de mejorar el funcionamiento del modelo económico vigente; los “morenos” de eliminarlo totalmente por nocivo para el “pueblo” y poner en su lugar algo mejor, aunque nunca precisaron en qué consiste ese “algo mejor”. El hecho es que opositores y defensores del proyecto no se escuchaban entre sí; cada quien hablaba para los suyos sin prestar atención a los argumentos del contrario. Aquello era un diálogo de sordos del que, como ya dije, no podía salir, y no salió absolutamente nada útil.

Llegada la hora de las negociaciones, los partidos políticos de oposición propusieron algunas modificaciones importantes a cambio de su voto, pero los “morenos” se negaron alegando que castraban el proyecto y lo volvían inútil. La verdad es que tenían órdenes del presidente de no permitir que se le cambiara ni una coma, lo cual hizo imposible el acuerdo. Y sin cambiarle una coma, en efecto, el proyecto llegó al pleno de la Cámara de Diputados para su discusión y aprobación en su caso. Tal como estaba ya claramente advertido, la oposición se mantuvo firmemente unida esta vez y votó en contra, logrando así el rechazo de la reforma. Se trató de una derrota anunciada: los “morenos” sabían que sin la oposición no lograrían la mayoría calificada (dos tercios de los votos de los diputados presentes en la sesión) que se necesitaba, por tratarse de una reforma constitucional. Tenían que haber negociado por fuerza, pero el autoritarismo y la prepotencia del presidente se los impidió. En consecuencia, es el presidente, y nadie más, el responsable de la derrota.

Y sin embargo, los morenistas han optado por culpar a la oposición como si los hubiera engañado y traicionado arteramente; como si lo ocurrido en la Cámara hubiera sido una sorpresa total para ellos. Sin pensarlo mucho (o más bien nada) la han acusado, nada más y nada menos, que de “traición a la patria”, y han iniciado una campaña de hostilidad y odio en su contra, entre sus seguidores y el público que solo se informa en las “mañaneras” del Presidente, campaña que pone en riesgo la integridad física y moral de los diputados de la oposición y sus familias. Se han volcado, además, a repartir por todo el territorio nacional, y a través de las redes sociales, carteles con la fotografía de los “traidores” claramente copiados de los del viejo oeste norteamericano para capturar a delincuentes fugitivos. Solo falta el pie de foto con la famosa leyenda: “dead or alive”.

Quizá para algunos la cosa resulte chusca (algo tiene de ridícula), pero la verdad es que se trata de algo amenazador para la paz social. La traición a la patria es un delito grave que la ley castiga severamente, incluido el presidente de la República. Por tanto, si el presidente de Morena, Mario Delgado, y su secretaria general, Citlalli Hernández, tienen pruebas fehacientes de que la oposición es culpable de tal crimen, están obligados a denunciarla ante la autoridad competente e iniciar de inmediato su proceso de desafuero. De no hacerlo así, o bien se demostrará que son simples e irresponsables injuriadores profesionales, o bien se harán cómplices del delito por encubrimiento.

Pero este ataque al 50% de los integrantes de la Cámara de Diputados, libremente electos por la voluntad popular para que representen sus intereses en esa instancia, va más allá de lo puramente legal. Es un salto de calidad en la política de confrontación y de exacerbación de los odios por diferencia de opinión entre los mexicanos, atizada desde sus “mañaneras” por el presidente López Obrador. Esta campaña, como sabemos, no se limita al discurso agresivo e injurioso, sino que, casi siempre al ataque verbal, le siguen sanciones, bloqueos institucionales a todos los niveles e instrucciones para negar o suprimir derechos y beneficios sociales a las personas y agrupaciones previamente heridas e infamadas verbalmente, aunque se ponga en riesgo su vida misma.

A continuación, algunos ejemplos de lo dicho. Supresión del Seguro Popular, las guarderías para hijos de trabajadoras y los comedores comunitarios; eliminación del FONDEN y de los fideicomisos para proyectos transexenales de varias instituciones; los recortes salariales de la burocracia que ganaba más que el presidente; la ley de extinción de dominio; la ley que equipara el fraude fiscal con el crimen organizado; el absurdo e inconstitucional aumento de los delitos que ameritan prisión preventiva; la escasez de fármacos por cambios apresurados en los métodos de adquisición anteriores; la falta de insumos y de equipo de protección adecuado para el personal de salud ante la Covid-19; la negativa a adquirir y aplicar pruebas para detectar los contagios, que ha provocado ya 350 mil muertes; padres y madres de niños con cáncer acusados de conspiradores; movimiento feminista; movimiento de protesta de quienes se quedaron sin medicinas en el IMSS; movimiento de los ambientalistas contra daños ecológicos del Tren Maya; los desplazados de sus ejidos y comunidades por la violencia del crimen organizado; los médicos despedidos que fueron contratados por la emergencia de la Covid-19; los periodistas acusados y satanizados por el presidente; los investigadores acusados y perseguidos por “corrupción”; los estudiantes que defienden la democracia y la autonomía de sus instituciones, etc., etc.

Y ahora van contra los diputados (que, por cierto, no me explico qué esperan para plantear su defensa colectiva y no individual). Los diputados de oposición (al menos con el mismo grado de autenticidad que los de Morena, aunque Mario Delgado haga mofa de ellos) representan una parte muy significativa (si no es que mayoritaria ya) del pueblo mexicano. Acallarlos con acusaciones infamantes, con amenazas de cárcel o de linchamiento por los “chairos”, es acallar y amenazar al pueblo representado por ellos. Mario Delgado les lanza la ironía de que, si representan al pueblo, por qué temen que éste conozca el sentido de su voto. Por lo visto, no se ha puesto a pensar que si alguien azuzara a sus incondicionales en contra de él, se vería en muy serios aprietos si, por mala suerte, alguna vez los tuviera en frente o se encontrara de pronto en medio de ellos. ¿Querría decir eso que su representación es espuria?

La guerra contra la oposición es contra el pueblo y niega su derecho a elegir libremente a sus representantes; el derecho a disentir de toda o de parte de la política del gobierno y a oponerse a las medidas derivadas dictadas por él. Con esto, lo están reduciendo a la desesperación y a la impotencia frente al poderoso aparato del Estado, frente al Leviatán del Estado que casi nunca está al servicio de sus intereses. Y cuando esto ocurre, cuando los pueblos encuentran cerradas todas las puertas y todos los caminos legales y pacíficos para resolver sus necesidades y, por añadidura, se desconoce su derecho a la representación, la sociedad se halla, si no al borde de la guerra civil, sí en el camino que conduce a ella. ¿Es eso lo que busca Morena?

Más de una vez, aunque de manera elíptica, el presidente ha dicho que no encabeza un simple cambio de régimen sino una revolución; que su gobierno es el gobierno del pueblo y que es éste el que manda en el país. Pretende justificar así el autoritarismo represivo de su gobierno llamándolo “dictadura revolucionaria del pueblo”, algo así como la dictadura del proletariado que Marx expuso a raíz del fracaso de la Comuna de París. En esta idea se enmarcan las amenazas a los diputados: es una acción legítima que busca someter a los “enemigos del pueblo” en nombre del pueblo y para bien del pueblo.

Pero si tratamos al marxismo como lo que es, como una ciencia, según dijo Engels, resulta que no hay revolución “popular”, porque el pueblo no es una clase, sino una amalgama heterogénea de clases que se identifican por ser todas asalariadas, aunque con distintos niveles de ingresos. El pueblo homogéneo, sin divisiones de clase en su interior, es resultado y no condición previa de la verdadera revolución proletaria. Y en la 4T, por mucho que se diga y se repita, yo no miro ni obreros ni “pueblo” al frente del Estado, sino a un iluminado (Muñoz Ledo dixit) al que sus discípulos y seguidores creen (o fingen creer) a pies juntillas, y obedecen sus órdenes como autómatas carentes de voluntad, por convicción o por conveniencia. Esto no es dictadura popular ni proletaria, sino una dictadura personal, una autocracia que insiste en llevar a México a donde su “sabiduría” y su voluntad infalibles le sugieren. Si seguimos por este camino, el riesgo de una guerra civil se hará cada vez más patente y amenazante. Ojalá nos detengamos a tiempo.